Carta del P. Louis Lougen OMI, Superior general, para el 17 de febrero de 2018
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El bicentenario de nuestra primera Regla
L.J.C. et M.I.
Queridos hermanos oblatos y todos los que forman parte de la familia oblata,
Entre las celebraciones de la historia oblata, este año marca el bicentenario de la primera redacción de nuestra Regla. Movido por el Espíritu a buscar compañeros para comenzar una sociedad con el objetivo de reevangelizar la campiña de la Provenza, el joven Eugenio sintió muy pronto la necesidad de dar a esta pequeña y joven sociedad un programa de vida, una regla, normas que habrían de ayudar a todos sus miembros en el doble objetivo que había expuesto ya a grandes trazos a los vicarios capitulares de Aix, cuando, junto a sus primeros cinco compañeros, pidió autorización para vivir en comunidad en el viejo Carmelo de Aix, comprado por él a tal fin.
Estos nuestros primeros padres pedían poder vivir juntos, en comunidad y bajo una regla común. El texto de la “Súplica” es una síntesis de los puntos principales de aquélla primera Regla y comenzaba precisando los dos objetivos principales de nuestra primera comunidad.
“El fin de esta Sociedad no es sólo trabajar por la salvación del prójimo, dedicándose al ministerio de la predicación; tiene además la perspectiva especial de proporcionar a sus miembros los medios para practicar las virtudes religiosas por las que sienten un atractivo tan grande que, la mayoría de ellos, se hubieran consagrado a observarlas de por vida en cualquier Orden religiosa, de no abrigar la esperanza de encontrar en la comunidad de los Misioneros casi las mismas ventajas que en el estado religioso que desearían abrazar”.
Esta demanda de autorización, del 25 de enero de 1816, debemos leerla más a menudo; es un “texto fundacional” de nuestra familia y de nuestra espiritualidad, una verdadera y auténtica “regla en miniatura”.
En la introducción al libro “Orando con nuestras Constituciones” de los padres James E. Sullivan y Richard Haslam, se habla de la vida oblata como un proyecto para toda la vida. Allí se lee: “Ser un oblato es vivir la experiencia de la visión evangélica dada a nuestro Fundador y a cada uno de nosotros por medio del Espíritu Santo”. Esta visión se expresa en nuestro “libro de vida”, nuestras Constituciones, expresión escrita de los elementos fundamentales de nuestra vocación religiosa y misionera, expresión permanente de nuestro carisma. Por un lado, en nuestras Constituciones cristaliza y refleja la experiencia de toda la Congregación, reforzando y confirmando lo que vivimos cada día; por otro, ellas nos transmiten aún el ideal que debe inspirar nuestro proyecto de vida.
En las Constituciones hallamos nuestro ser y nuestro deber ser: lo real y lo ideal se entrelazan en una tensión continua que nos compromete a diario en lo cotidiano, paciente paso de la realidad al ideal, llevando al ideal a encarnarse en la realidad de nuestra vida.
La redacción de la Regla de 1818 fue motivada, además de otros varios factores, por la apertura de la presencia oblata de Nuestra Señora de Laus, que ellos se habían propuesto para inicios de 1819. Eugenio advierte la importancia para la vida de la joven Sociedad de mantener la unidad interna entre sus miembros. He aquí lo que escribe en sus Memorias: “Sentí la obligación de convocar un consejo extraordinario con todos los que componían entonces mi pequeña sociedad, incluyendo a los jóvenes que todavía no habían recibido Órdenes sagradas. Era para hacerlos comprender que, al ser llamados a otras diócesis para hacer allí una nueva fundación, era necesario ensanchar el reglamenteo que nos regía e intentar hacer unas constituciones más amplias, establecer unos lazos más estrechos, asentar una jerarquía, en una palabra, coordinar todas las cosas de modo que hubiera una sola voluntad y un mismo espíritu de acción”.
Eugenio partió solícitamente a San Lorenzo de Verdon, junto a los jóvenes Moreau y Suzanne, donde se quedaron tres semanas. Con sus dos compañeros tenía algunas conversaciones espirituales y hacía los ejercicios de piedad; el resto del tiempo lo pasaba solo, en su habitación. Allí, sentado o arrodillado ante su escritorio, sobre el que había puesto ante sí su cruz de misionero, escribe las reglas y las constituciones de su Congregación. Así lo cuentan los padres Rambert y Rey en su biografía de Eugenio.
Esta Regla está también unida a la introducción, en nuestra Familia, de los votos religiosos, ratificados en Capítulo, iniciado y probablemente concluso el 24 de octubre de 1818.
Presentando el comentario del P. Jetté a las Constituciones y reglas de la Congregación, el Padre Zago lo definía como un punto de referencia del que depende la identidad de los miembros de la familia, una mina para profundizar en el carisma, una forma concreta de discernir la voluntad de Dios, un reflejo del Evangelio del cual nos servimos para entender las necesidades, un medio de renovación para las personas y las comunidades.
Luego recordaba lo que escribió Eugenio el día después de la aprobación pontificia el 18 de febrero de 1826: “La conclusión que tenemos que sacar (…) es adherirnos de corazón y de alma a nuestras Reglas y cumplir con la mayor exactitud cuanto nos prescriben”. Y, algunos años después, en la nota de retiro anual (a finales de 1831): “Apreciemos, pues, esta preciosa Regla; tengámosla de continuo ante los ojos y, mejor todavía, en el corazón; alimentemos constantemente nuestra alma con los principios que ella contiene; no actuemos, no hablemos, no pensemos sino conforme a su espíritu. Solamente así seremos lo que Dios quiere que seamos y nos haremos dignos de nuestra excelsa vocación”.
El comité permanente para las Constituciones y Reglas, creado por el Superior general en la primera sesión plenaria del Consejo general de 2016, ha iniciado un trabajo que pretende involucrar a toda la Familia oblata para mantener en nuestras Constituciones y Reglas el lugar y el valor que éstas tienen en nuestra vida y misión en la Iglesia y el mundo. Aprovechando la ocasión del bicentenario de nuestras Reglas, el comité mandará a todos los oblatos un cuestionario, muy sencillo y elemental, para ayudar a cada oblato a reflexionar y evaluar su vida y su ministerio a la luz de esta joya que constituye nuestra Regla.
El transcurso del bicentenario de nuestra primera Regla nos ofrece una oportunidad privilegiada para proseguir y reenfocarnos en el camino de conversión y de renovación que hemos comenzado hace algunos años en la Congregación.
No basta haber trabajado durante tantos años en el nuevo texto de nuestro programa de vida, actualizándolo en el espíritu del Concilio Vaticano II y dándole un lenguaje apropiado para nuestro tiempo, haciéndolo “capaz” de guiarnos en el viaje del momento en el que vivimos; no basta, tampoco, que este texto inspire nuestra vida y nuestro trabajo misionero; no podemos siquiera limitarnos a leerlo y estudiarlo, a tomarlo como referencia ocasional para evaluar nuestra vida oblata: para nuestro crecimiento como Oblatos y para que nuestro carisma siga inspirándonos en nuestra singladura, debemos ser capaces de asimilar los valores que expresan estas Constituciones.
Estamos viviendo el año de oración por las vocaciones oblatas. Pues bien, la respuesta a nuestra vocación, nuestra capacidad de asimilar el carisma oblato para que nos guíe en nuestro camino, todo ello depende de la medida en que seamos capaces de hacer nuestros los valores contenidos en nuestra Regla, de la medida en que logremos hacerlos parte de nosotros. Estamos llamados a asimilarlos como principios que nos guíen con una fuerza motivadora.
La llamada que nuestras Constituciones expresan es un don del Señor y, como todo don, debemos pedirlo con el deseo de transformarlo en acciones, con humildad y con sentido de responsabilidad. La oración es esencial para la interiorización de la Regla.
El día de nuestra oblación perpetua, cuando recibimos el texto de las Constituciones y Reglas, se nos dijeron estas palabras que contienen una promesa de vida: “¡Haz esto y vivirás!”. Y la Constitución 168 nos devuelve a este preciso momento al recordarnos que “Por su oblación, cada Oblato asume la responsabilidad del patrimonio común de la Congregación expresado en las Constituciones y Reglas y en nuestra tradición de familia”. El patrimonio común de la Congregación es una herencia que debemos recibir, custodiar y transmitir, junto a las tradiciones de nuestra Familia. Se exhorta a cada Oblato a “dejarse guiar por estas normas con una fidelidad creativa a la herencia legada por San Eugeno de Mazenod”.
El Papa Francisco, dirigiéndose a los capitulares Oblatos el 7 de octubre de 2016, hacia el final de nuestro 36º Capítulo general, nos ha vuelto a dirigir una invitación en la que ha unido la Regla al testamento de nuestro Fundador: “Siguiendo el ejemplo de su fundador, nos dijo Francisco, la caridad entre ustedes sea su primera regla de vida, la premisa de cada acción apostólica y el celo por la salvación de las almas sea consecuencia natural de esta caridad fraterna”. Con estas palabras, el Papa nos invita a ver en nuestra Regla el reflejo de la inspiración carismática de nuestro padre común y de su testamento. La caridad entre nosotros y el celo apostólico hacia fuera siguen siendo los dos pilares sobre los que se descansa nuestro carisma, nuestra razón de existir en la Iglesia y el mundo, la síntesis de nuestra identidad y de nuestra acción misionera.
Que este aniversario pueda hallarnos disponibles para seguir el camino de una renovación siempre en acto en nuestra vida y nuestras comunidades. ¡María y San Eugenio bendigan nuestra Familia y la guíen por los senderos de su misión en el mundo de hoy!
Su hermano en Jesús y María Inmaculada,
Louis Lougen, OMI