Alfonso Bartolotta, OMI

Estaba en mi segundo año de misión en Senegal.

Era en la víspera de la canonización de san Eugenio de Mazenod (Aix-en-Provence, 1782- Marsella, 1861), fundador de la congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Dios nos ha regalado otra lluvia aunque estábamos ya fuera de la estación. Al día siguiente, el 3 de diciembre de 1995, antes de bajar de la cama, he confiado al Señor mi deseo de vivir ese santo día con san Eugenio y en unión con todos los oblatos del mundo.

Todo lo necesario para la Misa está preparado, el Citroën C15 parece estar en forma excelente, listo para despegar en dirección a Ndiémane. Conmigo y el icono de san Eugenio, vienen otros dos jóvenes. Recorridos dos kilómetros, una sorpresa: barro y charcos. El C15 pierde la estabilidad y comienza a derrapar saliéndose frecuentemente de la pista: ¡era como patinar sobre hielo!

Las ruedas cubiertas de barro corremos el riesgo de quedar atascado. El C15 está jadeando, la luz roja se enciende y en poco tiempo el motor se detiene. Una hojeada rápida y meto la primera velocidad pero las ruedas patinan; los dos jóvenes empujan un poco: ¡nada que hacer! Me iba a volver loco y tenía ganas de renunciar, pero he pensado: “Hoy es la fiesta de san Eugenio y la nuestra, ¡échanos una mano! Un último esfuerzo y el C15 se pone contento en ruta.

Cuando llegamos a Ndiémane, el catequista antes de saludarnos, mira asombrado el estado del C15 y exclama: “Ha sido duro pero san Eugenio os ha ayudado”. Después de una hora escuchando confesiones, comenzamos la celebración eucarística; en el muro de la capilla el icono de san Eugenio nos contempla y nos asiste. Celebramos esta misa en unión con el papa y todos los oblatos del mundo aunque estemos en pleno monte.

Mis pensamientos vuelan por un instante hacia Roma, he imaginado la basílica de san Pedro toda arreglada para la fiesta, llena de gente de todos los idiomas y colores diferentes, signo de la universalidad de la Iglesia y de nuestra familia religiosa. Ante mis ojos no estaba ni la “Gloria de Bernini”, ni el coro de la Capilla Sixtina, ni las nubes perfumadas de incienso. Como oblato estaba solo pero me sentía unido a todos los oblatos que celebraban el mismo sacrificio en memoria de san Eugenio.

La « catedral »… de Ndiémane está en estado decadente, con fisuras en los muros y bajo un techo de lata, frecuente refugio nocturno de los murciélagos, pero poco importa, estamos llamados a la misión entre los pobres y todo esto es un gran regalo de Dios. En todos los rincones de la tierra en donde haya oblatos, hoy se habla de san Eugenio quién sabe en cuantos idiomas. Me encuentro hablando en francés pero celebrando la misa en lengua seereer.

Al final de la misa algunos fieles querían abrazar el icono de san Eugenio. Recogemos todo lo que trajimos para la misa, las hostias consagradas para llevarlas a Nguéniène y a un joven que se presenta con  una gallina y sus nueve pollitos. Esta vez estamos en el Arca de Noé…navegando hacia Nguéniène pero con un cambio de rumbo: buscando el asfalto. Encontramos menos dificultades y aunque hemos patinado un poco estábamos contento. No solo existe el Paris-Dakar, ¡también existe el Nguéniène-Ndiémane y viceversa!

Al salir del asfalto tomamos una larga pista de arcilla de 15 kilómetros que en todo su recorrido nos ofrece gratuitamente una nube de polvo rojo sofocante. Apenas recorridos 400 metros en la pista escuchamos como un disparo y el C15 se vuelve loco.  Nos detenemos para ver qué pasó: la cámara de aire estaba perforada y el neumático reventado. Mi reloj marca las 12.45 y mis hermanos me esperaban a las 13.

Con los jóvenes hacemos todo lo necesario para cambiar la rueda y para ello hay que vaciar todo lo que habíamos puesto en el vehículo: las maletas con todo para la misa, las hostias consagradas, el icono de san Eugenio… la gallina y sus nueve pollitos. Por fin encontramos la rueda de repuesto y la remplazamos. Después de haber perdido amargamente el neumático y la cámara de aire, recomponemos el arca de Noé y nos hartamos de polvo rojo, siempre gratis. Llegados a Nguéniène los hermanos que ven el vehículo me dicen, “¿pero dónde has ido?” El interesante safari había terminado.

Por la tarde, antes de dormir, he dado gracias a Dios.

Gracias Señor por habernos dado un santo.

Gracias san Eugenio por haber fundado nuestra congregación.

Gracias María Inmaculada por haberme llamado a vivir en esta familia.

Era mi primer día con san Eugenio y sentía mi corazón grande como el mundo.

San Eugenio, haznos santos.