En estas semanas se cumplen 35 años desde mi primera visita a Fischat: comunidad de indígenas nivaĉle, donde vivo ahora. Recuerdo que en mis primeras visitas – de hecho, casi cada año solía estar un rato en esta nuestra misión más antigua (de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada – ¡va por 100 años!) – no sabía, sí o no, o cómo llegar a las casitas y visitar a la gente. Pero pronto me di cuenta que uno puede llegar muy naturalmente junto a cada familia: “lhnam – llegas” – “janam – llego”, con este saludo ya estás integrado en la ronda y puedes sentarte. Más escueto que el saludo paraguayo, sobre todo de campesinos. Darse la mano, una concesión al mundo “blanco” pero ya muy difundido por tantos años de contacto. Como es la costumbre del tereré (mucho más que el mate, por cierto), cuando pasaba sin incluirme, pedí la guampa la próxima vez. Y recuerdo que me dijeron: “No estamos acostumbrados que los blancos lo compartan con nosotros”.
Ya son un año y medio que vivo en Fischat. Intenté continuar con la buena costumbre de mi predecesor “José’i” (P. José FRISCH), quien durante 3 décadas visitaba casa por casa. Ahora llegó esta pandemia y con ella la cuarentena. Durante ella ya tuvimos 6 fallecimientos. No, ninguno por COVID 19, ¡gracias a Dios! Pero cada muerte causa sentimientos y dolor. Y los nivaĉle lo muestran muy abiertamente, sobre todo en el momento del entierro mientras que normalmente son más bien reservados en expresar sus emociones.
Además, cada muerte evoca gestos de solidaridad. Ya que muy pronto suelen enterrar sus muertos, rápidamente cada uno sabe qué hacer:
- Envolver el cuerpo en su sábana y abultarlo con su colchón. Normalmente no se usa cajones.
- Juntar sus bienes. Sobre todo, la ropa del difunto es enterrada con el cuerpo.
- Cavar la fosa. Son muchas veces los más jóvenes, a los cuales se les recompensa con cigarrillos.
- Realizar la oración. Cada barrio tiene su coordinador.
- Llamar al “ele” (sacerdote). Un pariente nos avisa, también la hora prevista para las exequias.
Inevitable que se junte la gente, más todavía en el entierro mismo que se realiza apenas los jóvenes hayan terminado de cavar el hoyo.
Procuro explicarles que no deberían juntarse más de 10 personas. Sólo una vez se logró que solamente 10 llegaran con el cuerpo en la camioneta; pero enseguida vinieron más. ¿Debo mandarlos a casa? No tengo el corazón de hacerlo. Yo llevo mi tapaboca. Sólo una vez logré que otros 5 lo trajeran también. La mayoría parece considerarlo todavía como un capricho nuevo, una moda, un negociado… ¿Mantener distancia social? ¿Cómo?
En esos momentos de duelo solía ver que los nivaĉle pierden su reserva y muestran su compasión con abrazos. Y así lo solía hacer yo. Pero ahora me refreno para no dar la mano, menos todavía una palmada o un abrazo a los parientes más cercanos. Pero, me duele. Y lo peor, intuyo que la gente siente: “Así son los blancos: nos rechazan; ¡tienen asco de nosotros!” O, ¿sólo me lo imagino?
Son casi 100 años de presencia misionera nuestra. Hubo épocas muy diferentes. Mirando atrás, hablamos de “paternalismo” – los misioneros se sentían responsables de “sus hijos/as”. O de desarrollismo: mucho esfuerzo en obras materiales, el “progreso”. Hoy, los paradigmas son más bien: autogestión e iglesia autóctona. Aprendemos a conocer y apreciar lengua, cultura y tradiciones; respetar sus propias autoridades y compartir responsabilidades. Siempre luchando para mostrar nuestra cercanía, nuestro cariño… Y ahora – ¡“distancia social”! En lo posible evitar las visitas domiciliarias; nada de dar la mano, menos todavía mostrar físicamente compasión; ¿compartir el tereré?, ¡ni pensarlo! ¡Lo siento tanto! ¿Cómo perder en pocas semanas lo que hemos construido en años? Me siento muy incómodo, frente a este distanciamiento social. Sé que lo debo hacer por protección, no mía, sino de la gente misma. Pero, ¿si ellos no lo comprenden, ni lo interpretan así?
“El Señor mira de lo alto de los cielos,
Ve a todos los seres humanos;
El que formó los corazones,
Y repara en todas su acciones.” (Salmo 33,13.15)