21 de mayo de 1861 – 21 de mayo de 2018 : Las horas finales de san Eugenio de Mazenod

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Fabio Ciardi, OMI, Director del Servicio General de Estudios Oblatos

P. Fabio Ciardi, OMI

Cuando el 20 de mayo de 1861 el Padre Tempier anuncia a Mons. De Mazenod que había llegado el  momento de prepararse para morir, la reacción del fundador es inmediata: “Sólo quiero que se cumpla la voluntad de Dios. Recítenme la oración de los agonizantes. Pero antes denme mi cruz de misionero y mi rosario, son mis armas; no quiero separarme de ellas”. Después pide el escapulario de la Virgen y la bendición del Papa.

Más tarde renueva sus votos religiosos y manifiesta su alegría por haber fundado la Congregación: “Dígan (a los Oblatos) que muero feliz… que muero feliz porque el Buen Dios se ha dignado elegirme para fundar en la Iglesia la Congregación de los Oblatos”. Bendice a los Oblatos presentes y a los lejanos que están en la misión, dejándonos lo que siempre hemos considerado su testamento espiritual: “Practiquen entre ustedes la caridad… la caridad… la caridad… y fuera el celo por la salvación de las almas”.

Entonces bendice a las Hermanas de la Sagrada Familia de Burdeos: “Digan que las he amado mucho, que las amo y que soy su Padre. Digan que quiero a las dos familias siempre unidas, que formen una solo familia. Serán felices y fuertes con esta unión fraterna”.

Al día siguiente, a la madrugada, pide a un compañero que va a celebrar la santa misa: “¡Oh! Pidan (al Buen Dios) que se cumpla su santa voluntad. Lo deseo de todo el corazón”.

En muchos momentos durante la jornada repite a los que le rodean: “Si me adormezco o empeoro, les pido que me despierten. Quiero morir sabiendo que muero”. Y lo mismo dice al médico: “¡Oh, Como querría verme morir para aceptar mejor la voluntad de Dios!”

Por la tarde, escribe el P. Fabre, “recitamos la oración Salve Regina que nuestro bien amado padre comprendía y seguía perfectamente. A las palabras “y después de este destierro muéstranos a Jesús…”, abrió un poco los ojos. A las invocaciones “Oh clemente, oh pía…”, hizo un ligero movimiento; a la tercera invocación “Oh dulce Virgen María”, entregó el último aliento”.

San Eugenio de Mazenod muere ofreciendo la vida como perfecto cumplimiento de la voluntad de Dios. Nadie se la quita, la entrega libremente, como un don de amor, al mismo Dios que se la ha dado.

Muere feliz. Muere como vivió, cumpliendo la voluntad de Dios, con los amores de su vida: la cruz oblata en sus manos, la oración a María, la bendición del Papa, portando en su corazón y bendiciendo a los Oblatos y la familia oblata representada por las Hermanas de las Sagrada Familia. Muere rodeado de hijos e hijas, como un padre.

Hoy la multitud de los hijos e hijas de san Eugenio son numerosos como nunca, diseminados por toda la tierra. Para vivir en plenitud su gran vocación, ¡la voluntad de Dios!, esta multitud de hijos e hijas están llamados a estrecharse de nuevo alrededor del padre, a hacer suyos “sus amores”, a hacer vida el testamento que nos ha dejado. Es el mismo testamento de Jesús, no podía dejarnos otro diferente: “Ámense unos a otros como yo los he amado… Como mi Padre me envió así también yo los envío a ustedes” (Jn 13,34-35; 20.20).

Es un mandamiento que se dirige a toda la familia oblata: entonces eran los oblatos y las hermanas de la Sagrada Familia que estaban presentes alrededor de su lecho, hoy a todos los Oblatos diseminados por el mundo, a los laicos que comparten el carisma, a los Institutos de vida consagrada nacidos del carisma oblato y que con los Oblato comparten la misión.

Una gran familia, de nuevo unida alrededor del padre, san Eugenio de Mazenod. Una familia unida en la misma caridad y la misma pasión por el Anuncio del Evangelio.

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