Homilía del Superior General presentada con ocasión del 200 aniversario
Publicado Originalmente en OMIWORLD.ORG
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Con gran reverencia y afecto por los Misioneros de Provenza, nuestros primeros padres, conmemoramos nuestros comienzos, hace hoy exactamente doscientos años, en este mismo lugar. Nos levantamos sobre los hombros de aquellos hombres: Los Padres De Mazenod, Deblieu, Tempier, Mie e Icard, que dejaron sus hogares para juntarse aquí y formar una comunidad orientada a la obra de las misiones.
El Inicio fue humilde, tenue y frágil. Muchas incertidumbres nos atenazaban: ¿Apoyarían los Vicarios Generales de la archidiócesis de Aix este proyecto? ¿Encontrarían un lugar adecuado como residencia? ¿Cómo sostenerían financieramente el proyecto? Y en particular, la cuestión del personal: ¿quién se les uniría? ¿Qué cualidades buscarían en aquellos llamados a unírseles? ¿Obtendrían permiso aquellos sacerdotes seleccionados para unirse a la comunidad? Nuestros corazones de oblatos se agitan cuando rememoramos cómo la comunidad comenzó este día, en 1816, en una residencia improvisada y con una pobreza que nunca desanimó a estos primeros misioneros, todo lo contrario, les producía buen humor y felicidad.
Junto con estos comienzos tenues también identificamos la sombra del Espíritu Santo en la audaz visión y en el coraje que tan fuertemente empujó a esa comunidad de sacerdotes. Eugenio escribe que era como “un impulso que le llegaba desde fuera” lo que finalmente le impulsaba a seguir adelante con el proyecto de la comunidad misionera. Creía que era la mano de Dios. Aunque fue testigo de la enorme expansión de esa pequeña sociedad antes de morir, nunca pudo imaginar los miles y miles de hombres que llegarían a ser miembros de la misma, la enormidad de nuestra misión y el trabajo sobresaliente que hemos realizado dentro de la Iglesia. Fue, sin duda, el impulso del Espíritu el que le permitió superar sus propias dudas personales y tomar la iniciativa y actuar, y lograr la fuerza necesaria para afrontar los retos posteriores mientras llevaba a término la visión que le quemaba por dentro.
El proyecto de la vida de comunidad para la obra misionera fue el corazón de nuestra fundación como Misioneros de Provenza. De Mazenod y sus compañeros eligieron intencionalmente formar una comunidad comprometida con una vida espiritual profunda y dedicada a estudiar, contemplar, vivir y predicar la Palabra de Dios. Su amor por la Iglesia, por entonces en un estado deplorable, les llevó a buscar un proyecto que pudiese reavivar la fe, ya a punto de desaparecer. Esta comunidad trabajaría con los jóvenes, los prisioneros y con todos aquellos a los que la estructura normal parroquial desatendía, especialmente los pobres de las áreas rurales.
Nos reunimos para alabar con gozo para dar gracias a Dios por aquel movimiento del Espíritu, sutil pero contundente, en aquel inicio y a lo largo de nuestra historia. Damos gracias por Eugenio y por sus compañeros que captaron aquella inspiración del Espíritu y siguieron adelante aún en medio de tantas ambigüedades. Dar gracias es bueno y necesario, pero se espera mucho más de nosotros. No estamos aquí sólo para admirar y celebrar los comienzos de nuestro carisma puesto en la senda de la vida por los Misioneros de Provenza; nuestra responsabilidad es vivirlo hoy con fidelidad y vitalidad. Nuestras CCyRR exhortan a cada oblato a seguir al Espíritu para vivir con “con una fidelidad creativa a la herencia legada por San Eugenio de Mazenod” (C. 168) Se nos pedirán cuentas de cómo vivimos y cuidamos el legado que hemos recibido.
Algunos oblatos me preguntan: ¿tenemos futuro? Nuestro carisma, ¿es todavía útil a la Iglesia? ¿No hemos hecho ya nuestro trabajo y nuestra misión? ¿No podemos ya descansar en paz? Estoy convencido de que, como Congregación, tenemos futuro. Nuestro carisma no sólo le es útil a la Iglesia, le es necesario. La misión de Dios continúa y, mientras haya pobres, tenemos trabajo que hacer. Nuestro carisma nos otorga un lugar especial en la Iglesia porque nos pone en contacto con los pobres para revelarles el rostro compasivo de Dios.
El Papa Francisco ha mostrado el carisma oblato en sus gestos: lavando los pies de los prisioneros; disfrutando con los jóvenes; escuchando a los refugiados; juntándose fraterna y humildemente con los líderes de otras tradiciones religiosas; unido a los desempleados; convocando dos sínodos para apoyar la vida de familia; abriendo la Puerta Santa rodeado de un pueblo desplazado, empobrecido por la violencia y el terrorismo en la República Centroafricana; y abrazando a aquellos que la sociedad rechaza.
Nuestra celebración de hoy, y de hecho todo el Trienio Oblato, es un compromiso centrado en nuestro futuro como congregación misionera en la Iglesia. Hemos recibido la herencia de nuestros primeros padres que iniciaron un nuevo estilo de vida en esta casa hace ya 200 años. El Prefacio del Fundador, nuestras Constituciones y Reglas y los documentos de nuestros Capítulos Generales nos orientan hoy en la vivencia del carisma en múltiples contextos tan diversos por toda la tierra. Debemos regresar en nuestras comunidades apostólicas, una y otra vez, a estas “Escrituras Oblatas” y evaluar, revisar y cuestionar nuestra fidelidad al carisma, un carisma del que somos responsables.
La Palabra de Dios en esta fiesta de la Conversión de San Pablo nos ofrece también dos intuiciones fundamentales que nos ayudan a vivir en fidelidad creativa al legado recibido por los Misioneros de Provenza. Primero, nuestra relación con Cristo debe ser la motivación de nuestras vidas misioneras. Lo podemos ver en el encuentro de Pablo con Jesús, fue el centro de su vida misionera: conocer a Jesucristo. Sabemos también que para Eugenio, la pasión por Cristo Salvador fue su principal motivación y la cruz, un elemento central de su misión.
Segundo, el Evangelio nos recuerda que hemos recibido un mandato de predicar el Evangelio. Es para nosotros un recordatorio de que la misión no nos pertenece, sino que proviene de la Trinidad. Nosotros somos enviados como cooperadores del Salvador, pero nosotros mismos no somos los salvadores. La misión de Dios se desarrolla en lo profundo del corazón del mundo a través de la acción creativa del Espíritu. Nosotros somos llamados a contribuir, sí, y es importante que lo hagamos lo mejor que podemos. Pero la misión de la Trinidad no depende de nosotros, lo que nos llena de humildad, libertad y alegría.
El Capítulo General de 2010 nos invita a una profunda conversión personal y comunitaria a Jesucristo. Esta llamada ha sido acogida plenamente por la Congregación y éste es, sin duda, un signo de nuestro deseo de ser fieles a la herencia recibida de estos hombres que formaron una comunidad misionera aquel 25 de Enero de 1816. El Espíritu nos guía y nosotros estamos respondiendo a la invitación del Espíritu, a veces satisfactoriamente, a veces más lentamente y con ciertas resistencias. Creo en la Palabra de Dios que nos dice que “El Espíritu tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar” (Ef 3, 20). ¡Démonos prisa en responder con un nuevo corazón, un nuevo espíritu, y entreguémonos completamente a una nueva misión!
¡Que tengan un feliz aniversario!